Sherezade

Siendo las 19 horas, estoy tranquilamente leyendo en el salón, mi ordenador portátil abierto apoyado en una mesita frente a mí, un gato negro a mi lado, cuando un perro marrón se sube al sofá. En el momento en el que el chucho sube, el gato le bufa; el chucho que se le quiere acercar, el gato que le da con la pata en la cabeza; el chucho que va hacia el gato gruñendo, el gato que salta y sale corriendo; el perro que salta detrás del gato; y el mate, que repleto de yerba, y el termo, que lleno de agua, caen sobre el ordenador, la alfombra y todos los almohadones, que no son pocos, que están en el suelo (para que el mencionado chucho elija no subirse a nuestra cama, el suelo del salón de mi casa no dista del cuarto en el que Sherezade le relata las historias al sultán: hay dos alfombras, un montón de almohadones y dos camitas de perro, para que el chucho elija a gusto e piacere donde amodorrarse). 
Observo mis alrededores. Veo que mi alfombra blanco roto, ahora tiene un look a lunares verdes aquí y allí. Veo que uno de los almohadones dejó de ser grisáceo para ser color empapado. Veo que la mesita, que por desgracia no es ni de vidrio ni de plástico, sino de madera, de la que es bien oscura, alberga un laguito en su parte central. Pero, lo peor de todo lo que veo, es la montañita de yerba y la copiosa cantidad de agua esparcida sobre el teclado del ordenador. Rauda, lo agarro y me lo llevo al baño. Lo sacudo en el pila y le empiezo a dar aire, como una posesa, con el secador de pelo. Pero la yerba en las rendijas me preocupa, me esfuerzo por hacer como que no la veo pero no lo consigo, hay mucha yerba entre las teclas, así que tengo la perspicaz idea de quitarla con la ayuda de la aspiradora. Agarro el tubo, lo coloco encima del teclado, enciendo la aspiradora, ¿y qué veo? Veo que, en menos de medio segundo, una, dos, tres teclas son absorbidas y hola qué tal agujeros en teclado. 
Digamos que hasta llegar al baño, venía llevando el asunto bastante bien. Como estoy en una etapa muy zen de mi vida, ni me enojé con el gato, ni con el perro, ni permití que la antigua alfombra blanco roto ahora color césped me inquietara, ni dejé que a mi mente le preocupe el laguito de la mesa ni los consecuentes lamparones que sabía que en ella quedarían. Pero claro, el ver que la aspiradora deglute tres teclas así, a esa velocidad y con esa mala leche, saca de su zona zen a cualquiera, ¿o no? Justo, en ese mismísimo momento en el que la aspiradora acaba de dejarme sin B, sin H y sin M (ya podría haberse llevado la X, o el %, pero no, se lleva tres letras que a ver cómo te escribo y que me entiendas sin ellas en frase), justo en ese momento, decía, llega Mi Queridísimo del trabajo, todo contento, con su bicicletita. En otra época de mi vida, en una que era muy poco zen, en un relato como este, en cuanto él cruzara la puerta, por supuesto que tendría la culpa de todos mis infortunios. Ahora, como estoy en una etapa muy muy muy zen de mi vida, opto por no hablarle. Pero él sí me habla, «¿qué pasa?», me pregunta al encontrarme en el baño con un secador de pelo en mano, un tubo de aspiradora en otra mano y un ordenador que mejor ni te digo de ahora en más la de faltas de ortografía de las que va a ser responsable. Le resumo lo sucedido mientras cierro el ordenador, me pongo la bufanda, el gorro, el abrigo, y le digo que me voy a la tienda aquella donde arreglan ordenadores. Mi Queridísimo, bajito, que me dice: «Letzy, ¿por qué no llevas las teclas a la tienda?», y acto seguido abre la aspiradora, momento en el que veo que la bolsa que se encuentra en su interior, está a reventar. Le digo que para qué voy a llevar las teclas si aun no sé qué va a pasar con el ordenador, todo mojado como está, y que para qué me voy a poner a rebuscar en una bolsa llena de todo tipo de porquerías si quizá el empleado de la tienda puede poner otras teclas nuevas, y Mi Queridísimo que quiere decir algo más, y yo que le digo que por favor shhhh, que me voy y que ya veré si rebusco en la aspiradora pero que ahora no voy a rebuscar nada. 
Corriendo, llego a la tienda. El empleado me empieza a atender cuando entra un cliente, es un hombre que conozco de vista porque vive en mi misma calle, es pintor (de cuadros, no de paredes). Este señor entra mientras le estoy contando mi historia al empleado, y, en un momento de silencio (que es cuando el empleado apaga el ordenador y saca la batería, luego de decirme que eso es lo primero que debería haber hecho), aprovecha para preguntarme: «¿Uruguaya?». No estoy en mi Happy Place, ni cerca estoy, mi Letzy zen vaya a saber una dónde... «Argentina», le respondo. Seca, bien asquerosa ella cuando quiere, a ver si el buen hombre capta que no es momento de preguntarme nada. «Ah, es que no distingo a los uruguayos de los argentinos», dice y se ríe, solo. «Ni yo», le comento al señor pintor que ojalá viva de su arte, cosa complicada en los tiempos que corren. Ante mi respuesta, el pintor, quien no nota ni pizca de mi energía azabache insondable, se ríe. No sé cómo le puedo parecer graciosa, es algo sobre lo que reflexionaré más tarde, cuando entre en estado alfa y vuelva a ser una Letzy zen. 
Llega el momento en el que el empleado me dice lo que yo no quiero que me diga: «Para arreglar el teclado, voy a necesitar que me traigas las teclas que faltan, y además, necesito estos plastiquitos, ¿ves? (y me muestra uno que milagrosamente aun está sobre uno de los agujeros). Son dos plastiquitos por tecla, me los tienes que traer, si no, no puedo engancharlas. Déjame el ordenador y vete a buscar las teclas, así me las traes antes de que cierre la tienda. Yo voy levantando el teclado para quitar el agua». 
Corriendo, me voy de la tienda. Aunque hacen alrededor de 2ºC, llego a mi casa sudada, es probable que incluso huela, y no a fresca caricia de bebé rollizo precisamente. En cuanto entro, saco la bolsa de la aspiradora, ¡qué gordita está, y eso que las fiestas todavía no han llegado! Me siento en el suelo, y, luego de hacerle un tajo en su parte superior, empiezo a rebuscar entre los miles de pelos, pelusas y melenas (dos gatos y dos perros en casa, no sé si alguien puede siquiera imaginar la de pelo que es capaz de soltar esa cantidad animal desde que puse la bolsa vacía, que tampoco fue hace tanto, aclaremos, que si hay algo que no me gustaría, es que penséis que soy una roñosa). Encuentro una tecla, dos, tres (aunque ojalá las hubiera encontrado con la rapidez con la que acabo de escribirlo). Pero claro, ¿y los plastiquitos? ¿Y la operación láser que mi vista necesita?, ¿para cuándo? Porque si hay algo que no tengo, es vista de lince. Busco, rebusco, vuelvo a buscar, hurgo, entreabro pelos, y pelaje, y pelusas, y meto mano en el polvo, y en la yerba actual (la de la alfombra la aspiré, ¿qué otra cosa podía hacer?) y en la yerba pasada (claro que no es la primera vez que se me cae el mate, ¿qué creíais?), y encuentro cosas que no sé bien qué son, pero mejor no saber, solo sé que NADA de todo lo que encuentro, son los plastiquitos. Y en ese momento, entra Mi Queridísimo, chocho de la vida, como siempre, vuelve de pasear a los perros en el parque del Retiro. Sabe que estoy en casa porque la luz del pasillo está encendida. Lo que no sabe, es dónde estoy. «¿Dónde estás?», pregunta desde la puerta de la calle. «En el cuarto pequeño, buscando en la bolsa de la aspiradora unos plastiquitos que llevan las teclas. Encontré ya las teclas, pero no hay caso, no encuentro los plastiquitos, llevo media hora buscando», y aquí, lo confieso, un poquito sí que insulto, para qué nos vamos a estar ocultando cosas a estas alturas del relato. Mi Queridísimo viene al cuarto en el que estoy, agarra las teclas que se encuentran a mi lado, en el suelo, y las gira. «Los plastiquitos están puestos detrás», me dice y me muestra. 
Así que me levanto, y me voy a lavar las manos. Si corro, llegaré justo antes de que la tienda cierre.

Elle Driver

La vida de la mujer que envejece no es sencilla, como se podría pensar a priori. Tiene sus complicaciones. Entre ellas la llegada del día en el que comienzas a utilizar lentes de contacto, o lentillas para sus amigos españoles.
En cuanto te despiertas sabes que algo no está bien: ves borroso, un ojo te arde y lo sientes más húmedo de lo habitual, humedad que en breve te das cuenta de que amerita llamarse supuración. Llevas tus dedos hacia el problema y notas que la hinchazón es considerable. «Quizá debería acercarme a un espejo», te dices y a ello procedes. Una vez frente a la superficie reflectante lo que allí ves no es agradable (abstenerse de seguir leyendo los impresionables): Un pez globo, asustado por supuesto, campa a sus anchas en el lado derecho de tu cara. Y lo que alguna vez se llamó «lo blanco del ojo» ahora debería llamarse «lo rojo del ojo». Mientras subes la cuesta que separa tu casa de la óptica donde ayer compraste por primera vez lentillas descartables, de las que se usan durante un día y se tiran, te ves en condiciones harto nítidas sacándotelas antes de irte a dormir. Cuando llegas a la óptica la dependienta que se ocupó de hacerte las pruebas para saber si podías o no podías usar lentillas (supuestamente tú podías) te dice que la máquina que sirve para mirarte bien el ojo justo hoy no funciona. Acto seguido, procede a mirar tu pez globo asustado con una linterna. Concluye que sin la máquina que no le funciona ella no sabe qué tienes. «Ve al médico», agrega la muy simpática. La otra dependienta que trabaja en la óptica te asegura que lo que te ocurre no es culpa de las lentillas. «Un gato o algo así te habrá dado alergia», dice con firmeza. «Toda la vida tuve gato, jamás tuve alergia y claramente son las lentillas porque oh casualitè me las pongo ayer por primera vez en mi vida y hoy amanezco así», tienes ganas de gritarle. Por suerte no lo haces. Mientras bajas la cuesta que separa la óptica de tu casa dudas y dudas un poco más, ya no te ves con tanta nitidez sacándote las dos lentillas como cuando subías la cuesta. Al llegar a tu piso decides hacerte ver el pez globo. Escribes en Google: cita sanitaria Madrid online. El primer link que aparece es el que te lleva a pedir hora con tu médica. No se encontraron citas libres en los siete días siguientes, te dicen unas letras rojas como tu ojo. «A menos que quiera transitar el camino de la tuertez no me conviene esperar una semana», reflexionas. El hospital que te corresponde si te quieres atender de urgencia es el Gregorio Marañón. Los problemas son dos (tres si cuentas que un vertebrado acuático con miedo habita en tu cara): 1- El Gregorio Marañón queda demasiado lejos de tu casa. 2- La única vez que fuiste tardaron seis horas en atenderte. «Quizá pueda evitarme el perder el día en el hospital», te dices, «es importante que sepa si la tengo metida o no» (¡la lentilla!, ¡mal pensados!). Media ciega como estás te dispones a buscar en la basura. Y cuando esto dices es media ciega literal porque no ves del ojo maltrecho, te arde, te lagrimea y estás tan desesperada del dolor que si tuvieras su número llamarías a Uma Thurman para que te lo arranque con sus propios dedos como a Elle Driver en Kill Bill. En un mundo ideal abrirías el cubo de la basura y allí estarían las dos lentillas, arriba de todo, mostrando sus brillos. Lástima que tú siempre estás a años luz de los mundos ideales porque quien vive contigo se levantó antes y desayunó. Así que cuando abres el cubo de basura te encuentras con un montón de cáscaras de naranjas, gran cantidad de yerba mate húmeda, un trozo de banana, un poco de yogurt de soja sobre todo lo anterior, y un completo repertorio de porquerías de todas las edades, porque tienes tan buena suerte que hace tres días que no tiras la basura. La frasesita esa que dice que encontrar una aguja en un pajar es lo más difícil que te puede pasar es porque no sabe lo que es encontrar dos lentillas en tu basura (o una en caso de que la otra esté en tu ojo-pez a punto de la putrefacción). Sacas la bolsa del cubo, la colocas en el suelo de la cocina, a tu lado pones un balde y empiezas a meter ahí dentro cáscaras ya revisadas, yerba, banana, yogur y demás. Pasados unos minutos te sucede algo bastante habitual en situaciones de estrés: te desdoblas. Entonces es cuando te ves desde afuera: estás en cuatro patas, con la cabeza metida dentro de una bolsa maloliente, pasando basura a un balde, en busca de algo pequeñito y transparente. ¿Cómo se te ocurrió semejante idea? Entre que es casi invisible lo que buscas y que no estás acostumbrada a estar tuerta es imposible que la tarea resulte exitosa. Puede que como las fiestas están a la vuelta de la esquina los Reyes Magos anden cerca, supones que a ellos les debes que, entre la yerba, de repente veas algo que brilla. Ni festejas emborrachándote ni gritas eufórica de felicidad en el balcón consiguiendo con ello molestar a todo el vecindario. Es una lentilla lo que encuentras. Aquí es de vital importancia el reparar en la letra cursiva de la oración anterior. Revuelves, desparramas la yerba, otra vez pasas tus manos por todas las cáscaras de naranja... Bref (como dirían los franceses, que no es plan que estés aquí detallando tus hurgamientos entre porquerías varias durante media hora más): ni con los Reyes Magos ayudándote encuentras la segunda lentilla. El dolor te tiene mucho más malhumorada de lo que te gustaría a estas alturas, y las dudas se han convertido en una gran verdad: tienes la lentilla dentro. Son dos las soluciones que se te ocurren: 1- Tomar tres metros para llegar al Gregorio Marañón y esperar unas cuantas horas hasta que te atiendan y te la saquen. 2- Llamar a Uma para que se ocupe de tu ojo y nada de esperas, en un santiamén problema solucionado, después de todo una tuerta puede ser muy sexy, ¿no?

Cronas

Aclaración previa lectura: No estamos locas. Nosotras somos muchas Letzys dentro de una sola Letzy. Cualquier mujer sabe de qué le estamos hablando.

—¿Te acuerdas de que tenemos un blog? —le pregunta mi Letzy escritora a mi Letzy hacedora.
—¡Claro que me acuerdo! Lo que sucede es que desde que volvimos de Buenos Aires estoy necesitando ser la versión femenina del dios del tiempo, más conocido como Crono —responde mi Letzy hacedora.
—Me gustaría tanto poder ahorrar minutos... —dice entre suspiros mi Letzy economista.
—¡Y a mí coleccionar horas! —agrega mi Letzy soñadora.
—¿Y si nos casamos con Crono? —sugiere mi Letzy inteligente—. Por derechos matrimoniales tendríamos sus dones.
—¡Qué buena idea! —dicen todas mis Letzys al unísono.

Sabed perdonar queridos lectores, así estamos, como veis el regreso a Madrid nos tiene a mal traer. Si encontramos a nuestro futuro marido en breve, ese que nos regalará todo el tiempo del mundo, volveremos encantadas.

En el subte

Es hora pico, te encuentras debajo del obelisco, en la estación 9 de julio para ser exacta, y tienes que subir en la línea de subte D. Es tanta la cantidad de gente que hay a tu alrededor que mientras esperas en el andén ideas las tácticas y las estrategias que te permitirán entrar en el subte. Te acuerdas de cuando estuviste en China, donde había empleados en los andenes que, valiéndose de micrófonos, les gritaban a los pasajeros dónde debían colocarse antes de subir y, una vez dentro de los vagones, los empujaban desde fuera para que las puertas pudieran cerrarse.
Llega el subte. Te pisan, te aprietan, te aplastan. Estás a punto de desistir y quedarte fuera, pero desistes de desistir pues sabes que con el siguiente subte te va a ocurrir lo mismo. Y con el siguiente. Y con otro más. Pisas, aprietas y aplastas tú también. Finalmente consigues subir. Una vez dentro te sientes como una caballa en lata, y con ello no te refieres a que te crees la esposa del caballo, sino que te sientes literalmente un pez perciforme de la familia Scombridae.
Caballeando entre las paredes de un subte te encuentras cuando notas un bulto detrás de ti. Enseguida te das cuenta de que la molestia no se debe ni a un paraguas, ni a un bastón, ni al palo de hockey de algún descuidado viajero como te gustaría. Lamentablemente el bulto forma parte de la anatomía de un hombre, de uno que mide lo mismo que tú. No hay lugar para la más mínima maniobra cuerpística dentro del vagón de subte de la línea D un martes por la tarde en la hora pico. Giras tu cabeza y fulminas al hombre con tu mirada de Carrie cuando le tiran el cubo de sangre en su fiesta de graduación. ¿Se da por aludido el señor? ¿Percibe que te está molestando y se va con su bulto a otra parte? ¿Te pide disculpas por estar aprovechándose del efecto caballa? Ni lo primero, ni lo segundo, ni lo tercero. ¿Qué hace el hombre?: te guiña un ojo. «Insultar no va a servirte de nada Letzy», te dices y te abstienes de proferir todas esas palabras que tu madre algún día te dijo que no eran dignas de una señorita. Decides moverte. Cuando el subte llega a la estación Tribunales quedan tres milímetros libres a tu derecha. Valiéndote de un denodado esfuerzo los aprovechas. ¿Cómo reacciona el hombre?: moviéndose él también hacia donde tú te has movido hasta conseguir ponerse detrás de ti nuevamente. Por segunda vez te giras con un rostro de Carrie furiosa en cuerpo de caballa. Pero el hombre en vez de temer el odio de tus ojos, te sonríe seductor mostrándote tres huecos en los que deberían haber dientes, pero no los hay. Tú no tienes nada en contra de la gente a la que le faltan dientes, no vaya a creer el querido lector que eres una discriminadora de los sin dientes, pero la agujereada sonrisa de este señor es repudiada inmediatamente por tu persona. En la estación Callao sube más gente, no entiendes cómo es eso posible. ¿Qué hace el desdentado?: aprovecha para pegarse todavía más a ti. «¿Se puede alejar un poquito señor?», le pides porque estás ahíta de él y de su bulto. «¿Y qué querés que haga si no tengo dónde moverme piba?», te dice como si no supiera a qué te refieres. «La hora pico es así, ¿vistes?», agrega y tú le deseas que se le caigan todos los dientes que le quedan, y las muelas también.
Cuando el subte frena en la estación Facultad de Medicina alguien abandona su asiento. Una señora mayor te dice que te sientes. Te sabe mal pues eres tú quien debería cederle el asiento a ella. La señora te insiste y te sonríe. Entonces te das cuenta de que ella lo ha visto todo y se ha apiadado de tu cara de caballa ni en aceite de oliva ni al natural, sino de caballa asediada.

En la estación de trenes de La Plata

Ni estás perdida en el medio de la Pampa húmeda sin gaucho que te rescate, ni estás hospitalizada por sobredosis de cañoncitos con dulce de leche. No escribes porque sigues en Buenos Aires y tu agenda arde, arde bien ardida. Que el querido lector no tema por ti, le aseguras que estás vivita y coleando, o mejor dicho, vivita y comiendo.

Hete aquí que tu abuela reside en la ciudad de La Plata. Pasas unos días con ella hasta que decides partir hacia Quilmes, a cuarenta kilómetros, donde vive tu madre. «Adiós abuelita, adiós», le dices y te diriges a la esquina de su casa donde paras un taxi. «A la estación de trenes», le pides al conductor. Si no fuera porque los coches de Fórmula 1 son monoplaza pensarías que acabas de subirte a uno. En cuanto cierras la puerta, el señor tachero (llamémoslo como aquí se lo llama) pisa el acelerador, lo pisa bien pisado, que al señor tachero no le gusta pisarlo a medias. El buen hombre, además de ser el mismísimo hijo del viento, no frena en bocacalles ni en pasos de cebra. Como si esto fuera poco ni siquiera mira o desacelera en los cruces. Y un último detalle que te hace feliz a tutiplén: tampoco frena en los semáforos en rojo. La radio está encendida y el locutor no tiene mejor idea que comentar todos los puntos de La Plata donde recientemente han ocurrido accidentes. Te dices que quizá no deberías hacerle el feo al cinturón de seguridad y procedes a ponértelo. Te quedas con las ganas, puesto que aunque lo buscas con ahínco, nunca lo encuentras. La ventaja es que el Fernando Alonso tachero que te lleva en el aire por las calles platenses te deja en la puerta de la estación de trenes en mucho menos tiempo del esperado. Le pagas $25 y, rauda, pues tienes miedo de que arranque de nuevo, te bajas. Al entrar en el hall principal de la estación te encuentras con una gran cantidad de gente. Diriges tu vista hacia el cartel indicador de andenes y descubres que está muerto. Le preguntas a un hombre uniformado a qué hora sale el próximo tren. El señor suspira, y mientras se seca el sudor de su rostro con un pañuelo, te dice como si nada: «Un tren descarriló y no se sabe cuándo van a volver a funcionar». Si en la boca no te entran moscas es porque no las hay en la estación, puesto que al escuchar las antedichas palabras ese agujero por el que comes se despliega al máximo de sus posibilidades. Antes de que le puedas hacer otra pregunta el hombre se aleja. Decides ir a la estación de colectivos, que se encuentra a cuatro cuadras, pues recuerdas que desde allí sale un colectivo que va a Quilmes. Al llegar preguntas. Nadie sabe de dónde sale el colectivo de tu interés. Preguntas y sigues preguntando. La gente te mira como si quisieras saber cómo llegar a Bosnia-Herzegovina. Hasta que un hombre te dice que ese colectivo no existe más, que lo que puedes hacer es tomar un colectivo a Pasco y desde ahí tomarte otro hasta un sitio desde donde te puedes tomar un tercero que te dejará en la estación de Quilmes. De tus recuerdos de cuando vivías por estos pagos te suena que Pasco es un lugar poco recomendable. Llamas a tu madre y le preguntas qué te conviene hacer. Tu madre te aconseja como madre: te dice que a Pasco no vayas ni loca y que te tomes un taxi. Para poder pagar el precio que el taxista te pide en la puerta de la estación de colectivos para llevarte los cuarenta kilómetros que te separan de Quilmes tendrías que vender varios órganos. Tú estás encariñada con tus órganos, así que decides regresar a la estación de trenes y esperar ahí el tiempo que haga falta hasta que te puedas subir a algún tren. Caminas las mismas cuatro cuadras de antes y ¡miracolo!: al ingresar en el hall lo encuentras vacío. Miras el cartel indicador y ves que te invita a que vayas al andén número dos. Corres feliz, corres y te ves en Quilmes tomando mate con tu madre, corres y sonríes. Cuando llegas a la puerta de acceso al andén se te caen todas las sonrisas, se te caen bien caídas puesto que una mujer te cierra la puerta de acceso al andén en la cara. «No cabe ni un alfiler en el tren», te dice la mujer cuya misión en la vida es la de alejarte de tus deseados mates. Eres consciente de que llegado este punto del relato el amable lector está pensando que no te puede pasar todo lo que te pasa. Sobre el mayor de los tesoros, los ñoquis de ricota amasados por tu abuela, le juras al lector que a ti te ha sucedido todo esto, y mucho más...

En el aeropuerto de Barajas

Es simple la ecuación: tú quieres volar de Madrid a Buenos Aires, no tienes las orejas de Dumbo, ergo, la única opción es subirte a un avión.
Llegas a Barajas. Al hacer el check-in ves en la balanza en la que acabas de poner tu maleta que llevas tres kilos de más. La pesaste y la repesaste en tu casa. A la vista está que la pesaste mal. El muchacho que te atiende abre la boca para pedirte que quites algo cuando tú, siempre rápida en estas ocasiones, le dedicas tu sonrisa número 2*. Parece ser que la sonrisa surte efecto porque te permite pasar tus kilos de más. Agradeces su gesto en demasía, puesto que por tu sobrepeso tendrías que pagar sesenta euros. Simpático muchacho, simpatiquísimo te cae. Te da la tarjeta de embarque, y te pide que antes de irte, pongas tu maleta de mano en la balanza. Puedes llevar diez kilos; pesa doce y medio. Otra sonrisa número 2* en tu rostro. El simpaticón te mira resignado, le pone una cinta naranja fosforescente que dice EQUIPAJE DE MANO a tu maleta y te dice buen viaje. Vas al baño, bebes agua, te tomas un té, miras tu correo electrónico, y así, que no quieres aburrir al amable lector con tu rutina aeropuertil.
Hete aquí que llega el momento de cruzar el control de seguridad. Y junto con él llegan las palpitaciones, el soponcio y el desmayo a la fiesta de tu cuerpo. Que el lector no piense que exageras. Bueno, que lo piense pues exageras, pero tampoco tanto. Cuando la dama de seguridad del aeropuerto te pide tu tarjeta de embarque... ¡Sí! ¡Usted adivinó! ¡Ha ganado un mate cebado especialmente para usted por Letzy! Te mueves a un lado y te sientas en el suelo. Entonces empieza la búsqueda del tesoro escondido. En poco tiempo tienes tu bolso dado vuelta, tu maleta de mano desparramada a tu alrededor y al señor Infarto respirándote en la nuca. La tarjeta de embarque, así como el pasaporte, no están, desaparecieron, vanished. Divino. Mientras estás sentada en el suelo de Barajas airport pensando adiós a los cañoncitos de dulce de leche, adiós a los sanguchitos de miga, adiós a la pizza de Pin Pun, y así, que no quieres darle envidia al amable lector con todo lo que tenías planeado comerte en Buenos Aires, escuchas por el altavoz: «Esto es una llamada especial para la pasajera del vuelo UX41: Letzy. Por favor acérquese al mostrador 218 de Air Europa». Vas corriendo, ya no tienes mucho tiempo, has perdido más de media hora entre desparramar todas tus pertenencias por las baldosas de Barajas y lamentarte por todas las empanadas de palmitos y salsa golf que ya no te ibas a poder comer. Al llegar ves que el mostrador en cuestión es el del simpaticón que te dejó pasar los kilos de más. ¡Sí! ¡Usted ha vuelto a adivinar! ¡Acaba de ganar otro mate cebado por las propias manos de Letzy! Parece ser que un pasajero encontró tu pasaporte y tu tarjeta de embarque en un hueco que hay en la parte externa del mostrador. El simpaticón, en vez de pedirte una suculenta suma de euros por ellos, o un riñón, te los devuelve, sin más. Mientras tu alma te entra por los poros te ves comiendo bolas de fraile, pastafrolas y canelones, ahora a mansalva, pues tienes que compensar por todo aquello que estuviste a punto de no comerte. Le regalas al simpaticón tu sonrisa número 8*, corriendo pasas el control de seguridad, y a continuación el migratorio.
Estarás en el aire trece horas. Si fueras Dumbo, como te gustaría, desde luego tardarías mucho menos.

* Sonrisa número 2: muy útil en aeropuertos y en ventanillas donde se hacen trámites, suele conseguir sacarle al otro lo que una desea.
* Sonrisa número 8: es una sonrisa que le desea al otro noches eternas de lujuria y placer con damiselas de hermosura ilimitada, o damiselos, a gusto del usuario.

De Madrid a Buenos Aires en dos horas, ¡y sin pasar por Migraciones!

Moe

Un día te levantas y tienes una idea maravillosa, como todas las tuyas: vas a cambiar un poco tu look. Tienes el pelo largo, por la cintura, desde hace años. Ni rastros quedan del último corte que te has hecho y estás aburrida de tu rubio oscuro.
Entras en una peluquería que no conoces (aviso importante: el amable lector no ha de seguir tus pasos, ¡jamás!). Te atiende un muchacho de excelente aspecto, tan bueno es su aspecto que piensas que deberías haberte maquillado y peinado antes de entrar. El coiffeur está bronceado, viste una camiseta blanca muy ajustada que no deja imaginar los fantásticos abdominales marcados que hay debajo dado que los muestra claramente, tiene un corte de pelo muy moderno y ¡lleva los ojos pintados con delineador! 
—¿Qué quieres que hagamos guapa? —te pregunta mientras se mira en el espejo. A la vista está que el muchacho gusta de sí mismo. Esperas que en el momento en el que empiece a cortarte el pelo deje de lado su adicción por ver su reflejo cual Narciso porque te preocuparía que no te mire mientras tiene tu cabello en una mano y una tijera en la otra. 
—Quiero que mi pelo tenga más volumen, darle forma, y lo veo muy opaco.
—Podemos hacerte unas mechas rubias, unas pocas, muy finas, para que te quede natural, eso te dará brillo. Y luego te puedo cortar el pelo en capas, eso te va a dar movimiento —te dice sin dejar de mirarse. 
—Lo que no quiero es perder el largo.
—Un poco hay que cortar guapa, las puntas las tienes fatal.
—Bueno, pero lo mínimo —accedes.
En eso quedas, ese es el pacto que tú creíste haber hecho con el coiffeur de abdominales envidiables: unas poquitas mechas y un corte que mantenga el largo de tu pelo.
¿Cuál es tu aspecto al salir de la peluquería? (aviso importante bis: la autora no se responsabiliza por el impacto que la siguiente descripción pueda causarle al amable lector): llevas el pelo platinado a lo Marilyn Monroe, te cortó las puntas abiertas, las cerradas y todas las que quiso, y lo peor, lo que hace que quieras llorar hasta que tus glándulas lagrimales te digan que no pueden producir una sola gota más: ¡te hizo flequillo! Si hubiera un abogado que quisiera representarte en un juicio utilizarías sus servicios. Nunca en tu vida llevaste flequillo y nunca lo llevarías si no fuera por este tipo de seres endemoniados llamados peluqueros. En un momento tú notaste que estaba muy entusiasmado cortando, de hecho cuando viste que el pelo te llegaba a los hombros y caíste en la cuenta de que no se podría pegar, le dijiste que por favor se abstuviera de tanta tijera. A veces piensas que no te entienden porque hablas argentino, pero si no entendió lo que deseabas podría habértelo dicho, ¿no?, tú hubieras hecho el esfuerzo de decírselo en madrileño. De repente el coiffeur está frente a ti, sus abdominales bloqueando tus vistas en el espejo, cuando escuchas un tijeretazo. En el momento en el que el muchacho quita sus abdominales del medio y vuelves a ver tu reflejo ya es tarde, el estrago está hecho, ¡y tú tienes flequillo! Y no te hizo un flequillito de estos que se hacen con unos pocos pelos, ¡no!, ¡qué va!, te hizo un flequillo como el de Moe, el de Los tres chiflados. 
—Te queda genial —te dice el coiffeur sin mirarte, está muy ocupado mirándose él, ¿querrá saber si se le corrió el delineador?
Deberías preguntarle en qué momento te escuchó pedirle que te haga flequillo, deberías gritarle por qué te platinó cual estrella de Hollywood, deberías arrancarle la camiseta con los dientes y pegarle en los abdominales, deberías... Pagas y te vas.
«Y bueno Letzy, hay cosas peores», te dices una vez en la calle. A los pocos pasos ves tu corte pelístico reflejado en el vidrio de un escaparate y te alegras: Dondequiera que Moe esté, sin lugar a dudas se siente feliz de que te hayas convertido en una fiel seguidora de su look.

Flequillo de Moe, o de Letzy, pues es el mismo